Llegamos de madrugada y calientes a aquella habitación de hotel. Habíamos cenado fuera, cena a la que sucedieron unas copas, un jiji, un jaja, el calor y relax propio del estío nos habían llevado a la situación en la que ella caminaba sin ropa interior y alzándose la liviana falda dejando entrever sus fantásticas nalgas al andar por las enrevesadas callejuelas de aquel pueblo pesquero.
El lujurioso precedente había despertando en ambos el monstruo de la lujuria, la vuelta en coche fue un tórrido desenfreno increscendo de caricias, pálpitos, tocamientos, sobeteos y magreos que acabaron en la puerta del hotel con los sexos chorreando.
Fue abrir la puerta de la habitación y darnos cuenta de que aquella intimidad nos resultaba anodina e insípida, nos despojamos de la poca ropa que nos quedaba mientras salíamos a la amplia terraza común del hotel, a la luz de la luna llena ninguna piscina de agua conseguiría apagar aquel ardor por más helada que esta estuviese, los gemidos de la primera embestida pusieron sobre aviso a un público expectante procedente de las habitaciones colindantes, el atracón de sexo estaba en ciernes y ya habíamos conseguido ojeadores. Note como se retiraban las cortinas y así se lo hice saber, el morbo de la situación nos puso sexualmente al límite, ella chorreaba como una fuente al sentir el vástago apéndice forjado a fuerza de garganta profunda y roces vaginales, el espectáculo sexual era tórrido y lascivo en grado máximo. Éramos testigos de cómo nos observaban discretamente mientras acariciaban sus sexos deseosos de haberse unido a la fiesta tanto como nosotros hubiéramos querido. El crepitar de gemidos al orgasmo final fue un espectáculo digno de aplauso por el enfervorizado público.
El desayuno a la mañana siguiente fue relajado, con vistazos de desconocidos algunos de rubor, otros cómplices y alguna madre de mirada desaprobadora mientras daba de comer a sus hijos.
Por supuesto, lo volveríamos a hacer.